crónicas y artículos escritos por un zurdo para un mundo de diestros

Wednesday, December 27, 2006

EL MANIFIESTO DEL CORRECTOR


No hay nada más patético que ser corrector de hastío. Ser corrector es un milico que mata comas como cucarachas. Mete las narices en lo que no le interesa a nadies. Pule, clarifica, cambia, aclara, sustituye, poda, añade, compone, elimina, centra, suprime, copia y empasta. Si el crítico literario es el eunuco, el corrector es el limpiawater. Es aquel que no tiene dignidad en una editorial, recibe un salario de chiste y su escritorio es el más enano y lumpen de todos. Su oficio consiste en zambullir la cabeza en la pantalla chica de la computadora por manojos de horas. Su único fin: que un texto luzca legible, perfectamente entendible para un simio de lector con neuronas tan grandes como sus bolas. ¿Suena divertido? Obviamente que no. El corrector es un ser domesticado, sin emociones ni libido, con el cuerpo blando y la actitud de un robot onanista porque no le queda otra. Es el álter ego del editor. Tiene una vida sin lujos ni aprietos, no es drag queen, gitano ni marino mercante. Se pasa la vida entera entre papeles reciclados y manuales de estilo caídos en desuso. Seguramente usa anteojos a causa del desgaste de devorar palabras con los ojos. En este caso, las palabras tienen un papel utilitario de proletario, no hay nada estético ni de goce espiritual. Cuando uno es corrector las palabras no se paladean; se engullen; no se mastican, se tragan. Esa es la diferencia entre un lector de poesía y un corrector, el lector lee como si comiera sushi, el corrector lee como si comiera frejoles. Es cierto, las palabras se atosigan en la retina hasta reventar, y uno tiene que fijarse en la mínima caricia de puta que hace cada una. En busca del sentido del todo, de la frase, de la oración, del sintagma, de la expresión, de la puntuación. El corrector cada vez que busca la razón de ser en el texto, se pregunta: ¿Y yo? Es decir, ¿este es el sentido de mi vida? Ser una fe de erratas, sentado hasta tener callos en el culo, con una luz ínfima y el café tibio que ciñe las tripas. Y yo que quería..., de nuevo comienza la frustración del corrector, antes de volver a la rutina de tachar y defender el habla culta que nadies habla. Porque antes, uno pensaba que las palabras eran como flores: hermosas y etéreas, ahora son solo tuercas de una maquinaria sin dueño ni alma. Una maquinaria que perpetúa el poder de los notables y los puristas, de los cuatro gatos que dicen hablar culto. Antes creía que las palabras podían cambiar el mundo, ahora con las justas las palabras me ayudan a pagar el recibo de luz a fin de mes.


Cuántas veces he cavilado acerca de mi pequeña vida de oficina: empresa quijotesca pero vida kafkiana. Defender la norma, el canon de lo políticamente correcto, de lo bien dicho, bien hecho, de lo derecho. Qué ironía, cuando era púber e imberbe, quería ser vanguardista para renovar el lenguaje; y ahora, lo he terminado momificando, lo he puesto en formol hasta hacerlo límpido, intacto, inteligible, sin ningún rasgo de ambigüedad ni bisexualidad. Cada palabra debía ser heterosexual, fija, definida, católica y tradicional, con un sentido unívoco y una función en la oración precisa, que no esté sobrando ni pase desapercibida. Los neologismos a la cámara de gas. Nada de redundancias, de repeticiones, de tartamudeos o pinceladas de metáforas de vates trulos. Nada de anacolutos que uno se los pasaba por el..., eliminar toda la retórica de los escritores charlatanes, hacer el lenguaje tajante pero simple. Práctico y efectivo. Esa era la verdad del corrector. Una verdad sin dudar. Una verdad triste y perpleja. Una verdad para suicidas.


Para colmo, el editor tiene todo el prestigio, lo invitan a las cenas de gala, sale su nombre en la contratapa gracias a mi sudor y plusvalía, gana en un mes lo que yo hago en un año, usa perfume francés y se fornica a la relacionista pública; en cambio, yo, con las medias con hueco y el absurdo de saber que preveer se escribe con una sola e. Y cuando la impresión sale fallada, soy el chivo expiatorio; igual, si me expectoran de la editorial, hay una cola de correctores más, cual puercos rumbo al matadero. Por eso, camaradas, debemos terminar de una vez por todas con el dilema de los dos dólares la página, sabotear las ediciones facsimilares, inventar comas donde no existen, negar el holocausto de las concordancias, odas a las faltas ortográficas, olvidarse de los puntos y las tildes, amar el caos de una frase, nacionalizar los extranjerismos, odiar a las sangrías y cambiarle de sexo a los adjetivos. ¡Correctores del mundo, uníos!

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