crónicas y artículos escritos por un zurdo para un mundo de diestros

Thursday, January 04, 2007

LA DOBLE MORAL DE LOS AMBIDEXTROS

Nunca me he fiado de los ambidiestros, el mismo significado de “ambidextro” denota suspicacias: “doblemente diestro”, persona que redunda de habilidad, destreza, probidad y rectitud. Lo cual es paradójico, pues los ambidiestros no poseen dos diestras iguales y semejantes, sino una diestra y la zurda: dos modos de razonar, abstraer y orientarse opuestos y diferentes. Ese es el don de los ambidiestros, su justo medio aristotélico, un paso para llegar a ser el superhombre nietzcheano, el hombre matinal de Mariátegui, el nuevo hombre del Che Guevara, el sex symbol de Vanidades y el metrosensual de los comerciales de desodorantes. Todos son solo desviaciones de un mismo fenómeno: la búsqueda del ambidiestro perfecto.

Los ambidiestros poseen la certeza diestra de saber cómo funcionan las cosas del mundo; mientras que no le tiemblan las piernas cuando tienen que lidiar con el beat incierto y la actitud de caballo desbocado usual de la especie absurda. Son cancheros, manejan los dos hemisferios, tanto analíticos como sintéticos, lineales como simultáneos, saben comportarse y medir sus palabras del mismo modo que pueden ser despabilados y comedidamente desmesurados. Por eso son de temer en el fútbol, la política y en las artes amatorias, son bravos de manipular y fácilmente manipulan, conocen la quimba y el quilombo de los zurdos como el orden táctico mental de los diestros.

Sin embargo, una pregunta surge en mi mente: ¿Cuál es la diferencia entre los ambidiestros con los zurdos adiestrados? La diferencia radica en que los últimos padecen del adoctrinamiento diestro, sufren y patalean porque les cuesta pasarse a las filas de la absoluta mayoría, ellos —como todos los zurdos que maman teta de zurda— solo utilizan la derecha para rascarse la espalda. Son todos aquellos zurdos que nunca pudieron condicionarse a la maquinaria diestra, son los acusados de padecer dislexia, timidez, ser un poco lentos al momento de amarrarse los zapatos, caóticos, incapaces de agarrar bien el lapicero, tartamudez precoz. Como es obvio, a mí me han considerado del segundo grupo, y eso fue justamente lo que me pasó cuando aprendí a escribir en mandarín.

Querido lector, cuando te veas en la necesidad de aprender mandarín, recuerda que para que los caligramas estén “bien escritos y por tanto sean legibles” uno debe seguir el orden Feng Shui de los trazos chinos “izquielda delecha, aliba abajo, fuela dentlo”. Desde el primer momento en que intenté hacer los trazos, mis caligramas eran gordos y perezosos. No respetaba las instrucciones ni podía evitar que mi caligrama zurdo se desborde en el cuadradito del papel cuadriculado de ejercicios. Más tarde me enteré, gracias a la sabiduría de la profesora de chino, de que los trazos están prescritos con una secuencia diestra, por tanto, uno requiere trazarlas con la mano derecha para que el caligrama adquiera mayor armonía y mejor composición, pues cada línea tiene, un tamaño preciso, una textura determinada, una sinuosidad particular; una variación de la longitud o la anchura puede provocar los peores malentendidos posibles. Entonces escribir con la zurda caligramas chinos es básicamente como jugar bumerán con la izquierda.


Así, mi profesora Wei no entendía cómo yo podía llamar trazos a esos garabatos abominables que parecían más un patético juego de michi. “No complende”, me espetaba, y se cerraba en su cosmovisión comunista perfeccionista. “¡Pláctical delecha no zulda!”. En desmedro de su tierna tiranía, le pregunté qué hacía el Partido de la República Popular China con los zurdos. Ella respondió tajante: “China, no zuldo”. ¿Cómo así? “Aplende”. No dijo más, se levantó de la mesa y fue a comprarse una cocacola. Su vestido, último grito de la moda en Milano, me rozó en la cara como un pedo silencioso. Mi linda profesora de chino, Wei, con el porte de gimnasta de olimpíadas y su laciado japonés. Era linda. Debo reconocer que cuando aprendí chino no era un niño con mocos en el mandil, sino todo un “joven” mayor de edad con capacidad para procrear.

Aprender mandarín chino siempre fue la deuda personal que tenía con mis abuelos cantoneses rebeldes y trashumantes —a pesar de que ellos nunca hablaron esa lengua, pues el mandarín fue la lengua administrativa que se impulsó con Mao—. No obstante, existía un dilema y ese era tener que enfrentarme con el aparato ideológico comunista. “Soy zurdo” le dije. Wei me sonrío como seguro le sonreía a los taiwaneses. Luego replicó: “Mao zuldo ela. Mao volvel delecho”. Esa verdad me cayó como la bomba de Hiroshima. Según lo que me contó Wei, el líder de la Revolución Cultural era ambidiestro. Había nacido zurdo pero terminó usando la derecha a diestra y siniestra hasta manejarla a la perfección, escribía con ella sus edictos, su librito rojo fetichista, las purgas, las órdenes de ejecución y sus mandatos sobrenaturales; no obstante, —y esto fue lo que yo razoné más tarde— Mao nunca perdió su zurdera innata, seguía pensando con la mente tortuosa e “imperfecta” de un zurdo asimilado que se comportaba como el más tirano de los diestros. En efecto, era ambidextro.

La historia ya es conocida: asesinó, mató, usurpó, mutiló, deportó, sometió a los disidentes, atropelló a los seguidores de Confucio, instaló el terrorismo de Estado, puso de patas arriba a la China entera; pero llegó a instaurar proyectos tan absurda y épicamente zurdos como el Gran Salto Adelante —irónicamente matando y reprimiendo a todos los pensantes e intelectuales chinos más progresistas del momento—, sumado a la necedad con que lo hizo, típico de un zurdo necio que tiene varios asuntos pendientes para ser tratados en terapia. Creo que si Mao hubiera tenido psicoanalista, la China no sufriría tanta esquizofrenia de ambidiestro: libertad económica diestra pero férrea política zurda.






Thursday, December 28, 2006

CHISTE ZURDO

¿Qué tienen en común Iggy Pop, Johann Wolfgang van Goethe, Ricky Martin, Leonardo da Vinci y Osama bin Laden?

Todos zurdos.

LA TEORIA ZURDA

Tanto Borges como Marx tenían razón. El primero argüía que cada ser humano tenía un döppleganger al otro lado del mundo, o sea un doble, un némesis, un rival absoluto, alguien que posee las mismas cualidades que uno pero a la inversa, siempre mirando desde el otro lado del telescopio. El segundo decía que para cada tesis hay su antítesis. Esto se puede ilustrar con ejemplos pertinentes:

Zurdos vs. Diestros
Paul McCartney John Lennon
Maradona Pelé
Robert de Niro Al Pacino
Fidel Castro Pinochet
Picasso Mondrian
Jay Leno David Letterman
Billie Holiday Ella Fitzgerald
Kurt Cobain Eddie Vedder
Judy Garland Liza Minelli
Rockefeller Trump
Charly García Fito Páez
Gandhi Martin Luther King
Napoleón Hitler
Rafael Nadal Roger Federer
Marilyn Monroe Jean Harlow
Bob Dylan Elvis Presley
Chaplin Buster Keaton
Klee Kandinsky
Julius Caesar Pompeyo
Nietzsche Schopenhauer
Gary Kasparov Deep Blue

CHOLO BRAVO Y BAMBI (QUE EN PAZ DESCANSE)


Nótese la mueca zurda de nuestro personaje, el cigarro malabarista entre sus labios y el cadáver exquisito.

Wednesday, December 27, 2006

PAN CON BAMBI

Se llamaba Diego en honor a los murales revolucionarios pintados por el glotón Diego de Rivera y por la zurda mano de Dios de Maradona. Para no perjudicar a él ni a su familia no pondré su apellido ni su lugar de domicilio. A partir de ahora se le conocerá como el Cholo Bravo. Les advierto que no se dejen engañar por ese apodo tan rústico y bravucón, pues nuestro personaje es de un espíritu sensible, alejado de las boberías de la televisión y los chismes de peluquería. Él tiene el estigma de ser un eslavo peruano. Sus abuelos migraron en barco con pasaporte falso desde las lejanas tierras de Kafka y de la ciudad del mundo que consume mayor cerveza per cápita. Surcaron el gran charco para escapar de las inclemencias de las estepas centroeuropeas y de las botas del estalinismo totalitario para arribar, ya más de medio siglo atrás, a estas tierras con nombre de fruta tropical que indigesta y da diarrea: Perú. Así, el Cholo Bravo nació escuchando a su abuela exaltarse y gemir en checo cada vez que veía a hombres con bigote, pues esos vellos infames ubicados debajo de la nariz pero arriba de los labios, le hacían recordar a los secuaces que habían invadido, bombardeado y masacrado su tierra natal sucesivas veces: Hitler y Stalin. Sumado a la paranoia de la abuela, también el Cholo Bravo tuvo que lidiar en su infancia con la música clásica escuchada a todo volumen. Como se sabe, Chopin es para los checos como la cumbia es para los peruanos y el vallenato para los colombianos, una pasión al oído, una plegaria para el alma, un manjar auditivo. Cada vez que nuestro personaje se despertaba, su casa era invadida desde el alba con el estrépito de las teclas que los dedos afeminados de Chopin rozaban con fruición.


Por otra parte, su madre como una tradición de exiliados, una forma inefable de mostrar su ostracismo y su inquietud ante el divagar esquivo de su primogénito, le leía cada noche, cuando Cholo Bravo era apenas un niño rubio huidizo que mojaba la cama, La Metamorfosis hasta que él mismo, como suele suceder con los niños tímidos pero virtuosos, lo supiera de memoria y terminara sabiendo al dedillo la historia del desafortunado Gregorio Samsa.

De esta manera, el Cholo Bravo terminó acostumbrándose a esas triviales extravagancias que rodeaban su universo familiar: el pianista tuberculoso, los bigotes totalitarios, la abuela kafkiana y el cuento de hadas donde un príncipe azul se convierte en cucaracha. Eso no importó a que tuviera una infancia relativamente feliz, con cumpleaños celebrados en el Rancho o en la Granja Azul, viajes esporádicos al reino del ratón antisemita Mickey Mouse y una privilegiada educación apostólica romana digna de judíos conversos.

Pese a eso, el Cholo Bravo no fue normal acorde con el mundo de los diestros, siempre se sintió aislado de la vida mundana y los placeres mediocres de los conformistas mortales, como si su mente estuviera siempre en medio de una tempestad y sus pies —torpes y zurdos— fueran hechos de acero y de caramelos a la vez. Hablaba poco y comía poco, se pasó el colegio leyendo libros que nadie había sacado por ser herejes e iconoclastas, despotricando contra el dedo meñique y el-qué-dirán del mundo diestro. No le importó que no supiera jugar fútbol, a pesar de llamarse como el caudillo de los argentinos, no le interesó que fuera retraído frente a las procacidades de los diestros, que con lisuras y ademanes de animales de carga —tan típico de ellos— gobernaban las aulas. Él era zurdo y lo aceptó como una bendición más que una maldición; no importaba, él seguiría fiel a la estirpe de los zurdos: la impertinencia, la dispersión y la disidencia. Por eso, como una pequeña huelga solitaria, no fue al viaje de promoción como tampoco a la glamorosa fiesta de graduación, donde cientos de diestros —y también zurdos adiestrados—, sonrojados y encopetados, cargaban sus orquídeas con la mano temblorosa y las abrochaban en el escote naciente pero perturbador de las nenas hechas hembras. Mientras sus compañeros de aula hacían ese rito de iniciación necesario para aparearse con sus parejas, el Cholo Bravo se la pasaba frente a la pantalla viendo dosis del humor más espantapájaros del planeta: Monty Python. Este es solo un ejemplo de cómo tuvo una densidad poco pertinente para este páramo sudamericano donde nunca llueve en serio, habitado por espíritus displicentes, poco aficionados a los pasatiempos propios de Kafka: convertirse en cucaracha, flagelarse y habitar en castillos viendo sitcoms.

Por este motivo, nuestro entrañable personaje cuando se hizo mayor de edad, decidió que debía esfumarse. Para eso, debía idear una estrategia perfecta, hacer un plan sin fisuras que pudiera llegar a buen puerto. Estudió la manera de desaparecer cual Houdini, sin dejar huella y se dio cuenta de que la manera más verosímil de hacerlo sería en la cacería familiar, costumbre impuesta por el patriarca checo que cazaba en su juventud en las regiones más distantes de Bohemia.

Cuando llegó el día de la cacería, su padre le dio el rifle para que matara su primer venado. Signo de madurez, como los chamanes de ciertas tribus africanas deciden que un niño deja de ser niño y se convierte en hombre cuando matan un león, también su padre —zurdo de nacimiento pero obligado a ser diestro por las monjas que le amarraban la mano izquierda detrás de la espalda— decidió que era el momento de que su hijo matara a la bestia.

A pesar de que la culata del rifle le incomodó el hombro y el sudor obstaculizó el visor, el Cholo Bravo disparó. Disparó con una salvaje alegría, apretó el gatillo con su dedo índice zurdo, se escuchó el bramar de las pezuñas en el piso en el momento en que su lengua sabía a pólvora. Todo esto ocurría mientras nuestro personaje reflexionaba si el zurdo de Kafka era vegetariano o amaba comer su choripan de venado.
Ese día festivo para su padre, fue la última vez que se vio al Cholo Bravo.

MEMORIAS DE UN FAN


Pocos intelectuales, como Noam Chomsky, tienen la suerte (o la desgracia) de que sus conferencias, sobre temas tan serios como la política externa norteamericana y tan complejos como la Gramática Generativa, parezcan un concierto de los Rolling Stones con un lleno total y groupies con posgrado agrupados detrás de bastidores como si fueran quinceañeras. De acuerdo con Bono, vocalista de U2, Chomsky es un “rebelde sin pausa”, detestado por George Bush, amado por Hugo Chávez y asesinado por The New York Times. ¿Quién se esconde detrás de este icono disidente? Nunca lo sabré, solo puedo atestiguar cómo lo conocí y cómo le terminé alquilando mi voz durante tres horas.

Salón de cachimbos
La primera vez que supe de él fue en la clase de Lengua I en la universidad allá por 1998. Tenía diecisiete años recién cumplidos y todavía no me afeitaba. Época del Fenómeno El Niño, la clase era en plena digestión después de almuerzo, así que imagínense los bostezos que pegué cuando el profesor comenzó a parafrasearlo a partir de una separata mal traducida. No recuerdo con exactitud la cara del profesor, lo único que se me viene a la mente es que al final de la clase, me citó inmediatamente a su oficina porque estaba preocupado por mi actitud disidente. La razón: había citado al Chavo del Ocho en un trabajo académico acerca de Noam Chomsky. Ese gesto le pareció una broma de mal gusto, algo que los serios intelectuales del mundo —con excepción de Slavoj Zizek— nunca por lo más sagrado deben hacer. Todavía escucho la voz del profesor requintando en mis oídos: “Es una insolencia”. Mientras se recostaba en su sillón, y corregía con un plumón rojo las impertinencias que yo había escrito comparando la habilidad innata del Chavo del Ocho para utilizar el lenguaje con la teoría de la Gramática Universal. Me despachó sutilmente haciéndome recordar que debía hacer de nuevo el trabajo, releer a Chomsky “pues no había entendido nada” y esperar que pasara el curso al menos con un heroico y mediocre once.

La forma cómo este profesor pronunció la palabra “Chomsky” me sonó a susurro de una oscura lisura eslava. Chomsky. Como si fuera dicha entrelíneas, con la boca tapada y los dedos cruzados. Durante toda la noche en vela, que me la pasé sentado frente a la computadora, repetí la palabra hasta que se me quedara grabada en la memoria: Chomsky. Chomsky. Chomsky, como una revancha personal contra el profesor, mi propia venganza de los nerds.

Así, al final de la noche, supe que el pensamiento es un miembro biológico, que pensamos en arbolitos y desmenuzamos las frases en palabras cuando hablamos. Al final, concluí con mis escasos diecisiete años, entre jarras de cerveza helada y un cenicero que parecía el Titanic, que los seres humanos son simios con un microchip orgánico que los hace hablar y razonar. Me saqué un honorable quince, no me dio resaca, perdí de vista a la deliciosa chica que se sentaba a dos carpetas de distancia, y poco a poco me olvidé que el Chavo del Ocho no sirve como objeto de estudio para ensayos de profesores infames.

Uncle Noam for 20 bucks
El 20 de marzo de 2004 en el downtown neoyorquino, un día después de que Bush II declarara la guerra a Irak, protestaba en la Marcha por la Paz —un poco como turista comprometido o mirón empedernido— junto a veteranos de Vietnam, amas de casa, una hosca Yoko Ono rodeada de guardaespaldas, un hippie ciego tocando la pandereta, palestinos expatriados, bandas de punkekes gays y una linda chica llevando un enorme cartel diciendo: “Cambio Marilyn Monroe por dictador vaquero”. En medio de la bulla y el tropel con aires de primer mundo, escuché el susurro de un venerable anciano clamando: Chomsky. Chomsky. Levanté la vista, perseguí la voz a través de panfletos y carteles multicolores, tropecé con un mimo disfrazado de Rumsfeld y por poco me atropella un adolescente anarquista en silla de ruedas.

El anciano me sonrío y me ofreció un libro de tapa dura, fondo blanco, y letras rojas con azules: NOAM CHOMSKY HEGEMONY OR SURVIVAL. Me lo entregó como si fueran las Sagradas Escrituras. Tenía un costal de ellos en la espalda. Abrí la contratapa y vi la foto del autor. Hice memoria y me acordé de mis perezosas clases en la universidad, donde fotocopiaba los manoseados libros con telarañas de la biblioteca, allí salían fotos de un Chomsky mucho más joven y lozano —una amiga dijo que en ese entonces tenía el sex appeal de Woody Allen en Bananas—. Costaba veinte dólares, no lo pensé mucho y saqué parte del billete que había ahorrado como lavaplatos durante el invierno. El anciano me guiñó el ojo y luego, mientras me retiraba hojeando las páginas de mi nueva adquisición, me dijo: “You should always stick for the underdog”. Después supe que esa frase la dijo Chomsky luego de narrar aquel día de su infancia, cuando tenía apenas seis años y estaba en primer grado de primaria. Según él, ese día se avergonzó por no haber defendido a un niño pequeño e indefenso de su mismo grado que fue golpeado por una turba de mocosos agrandados de tercero de primaria. “Lo defendí por un rato pero luego me acobardé y me fui” dice Chomsky: “En ese momento supe que no volvería hacerlo jamás”
[1].

El perro Chimsky
Detesto los silencios incómodos, sobre todo cuando estás en el ascensor con desconocidos o te encuentras con la ex y su mascota chihuahua en medio de la calle. Así, cuando encontré a la ex, nos saludamos diplomáticamente y luego sobrevino el silencio. El chihuahua olisqueaba mis zapatillas con goce. Traté de ser buena onda y lo acaricié, pero el perro enano rompió el silencio con ladridos. Felizmente que lo hizo, pues yo y la ex ya no sabíamos dónde esconder la cara en este agónico encuentro fortuito. Lo primero que se me ocurrió para aligerar la tensión fue preguntar cómo se llamaba “esa linda criatura” que me ladraba con tanto amor.
_ Se llama Chimsky_ acotó la ex.
_ ¿Chomsky?
_ ¿Quién es Chomsky?_. Me respondió la pregunta con otra pregunta. Otro silencio incómodo surgió en el aire mientras pensaba que el único libro que yo la había visto leer durante toda la relación habían sido las páginas amarillas.
_ ¿Por qué le pusiste a tu perro Chimsky?
Me contó que era en honor a un chimpancé, llamado Nim Chimpsky
[2], que se hizo famoso en los sesenta, en Estados Unidos, por ser el primer animal en saber un lenguaje con signos.
_ Entonces dile a tu perro que me deje de ladrar_. La ex no entendió mi chiste estúpido. En ese momento supe que nuestra relación estuvo siempre destinada al más estrepitoso fracaso. Miré mi reloj y dije que estaba apurado pues tenía que ir al dentista —lo cual no era cierto—. Le di un seco beso en el cachete, que más pareció un puñete, y me alejé pensando en qué pasaría si el chihuahua Chimsky, en efecto, pudiera hablar. Si fuera así, ¿qué le ladraría en el oído a mi ex antes de dormir?

Chomsky boot camp
Cuando me enteré de que yo iba a ser el intérprete simultáneo de Noam Chomsky, tanto de la conferencia en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos como de la única entrevista que iba a conceder a un medio escrito, solo atiné a recordar lo que había sucedido hace apenas unas semanas. El 20 de setiembre, Chávez citó a Chomsky ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, cogiendo el mismo ejemplar de tapa dura que yo compré aquella vez en Nueva York, mientras gesticulaba con su labia caribeña: “Soy un lector asiduo de Noam Chomsky, así como de un profesor norteamericano —John Kenneth Galbraith— que murió hace un tiempo”. El intérprete simultáneo de la ONU repitió y omitió: “Soy un lector asiduo de Noam Chomsky que murió hace un tiempo”. En los días siguientes, la noticia se convirtió en la comidilla de los diarios del mundo, The New York Times sacó un provocativo artículo con guiños a Harper Lee: “¿Quién mató a Noam Chomsky?
[3]”. La oposición venezolana se regocijó con la noticia que revelaba a su odiado presidente como un iletrado con “lagunas culturales”[4]. Periodistas chavistas declararon que esa mentira era un complot perpetrado por la maquinaria propagandística del imperialismo yanqui contra la revolución bolivariana. No sé si fue complot o no, pero lo cierto es que el intérprete de la ONU, a causa de su tremenda metida de pata, había provocado un asunto de Estado donde Noam Chomsky cual profeta había sido asesinado y resucitado en menos de 48 horas.

No quería que me pasara lo mismo que le pasó al susodicho: ¿Qué será de la vida del intérprete? ¿En qué isla desierta estará exiliado? Por eso es que decidí instaurar un campamento chomskeano en las cuatro paredes de mi casa, ya que la vida del intelectual vivo más importante del mundo, según The New York Times, dependía de mi boca. Durante dos semanas seguí una férrea disciplina: desconecté el teléfono, apagué el celular y la terma, boicotee los delivery de fast food, dejé de beber Coca Cola, corté el cable del Internet, llené la refrigeradora de víveres y boté, con la convicción de un monje tibetano, el televisor al tacho de basura. Tenía que liberarme de toda interferencia alienante que ablandara mi conciencia y me lavara el cerebro por medio de sitcoms como Friends o con comerciales de lencería, pues de acuerdo con Chomsky, la caja boba es para las democracias lo que una cachiporra es para los Estados totalitarios, pues la única finalidad de la caja boba es mantener al pueblo bobo. Para complementar la disciplina, me levantaba en el alba con una ducha de agua fría, hacía lagartijas y planchas antes de comenzar el régimen de lecturas chomskeanas hasta que cayera la noche mientras repetía incesantemente el lema orwelleano: “War is peace, freedom is slavery, ignorance is strength”.


Cuando llegó el Día Chomsky (lo que para los aliados sería el Día D), me bañé, me tomé dos americanos cargados, me afeité, me cambié y fui a darle el encuentro a mi amiga periodista que lo esperaba en el lobby del hotel. En el taxi pensaba que interpretar a Chomsky iba a ser lo más cercano para mí a hacer el Ché. No es que me considere reaccionario, sino que privarme dos semanas de no ver Seinfeld o embrutecerme un domingo con películas banales para olvidar las miserias de la condición humana me parecen que son aspectos vitales en mi vida, dado que la vida es demasiado seria para ser tomada siempre en serio.

El taxi se estacionó en la puerta del hotel, pagué y entré. Chomsky todavía no bajaba de su habitación. Dudé que el icono disidente se quedara en una suite presidencial, la misma que usó Bush II cuando estuvo en Lima. Toqué madera, mientras Mario Montalbetti nos contaba los pormenores de la visita, y una que otra anécdota cuando “el maestro” era su asesor de tesis de posgrado allá por la década en que Madonna era virgen. Chomsky apareció en escena, me estrechó la mano y me pareció más un abuelo tímido que la “mente siniestra”
[5] de la izquierda radical norteamericana. Debo admitir que me enternecí escuchando su voz tenue y suave, mientras hablaba de Venezuela, Bolivia, de Hillary Clinton y las elites intelectuales latinoamericanas, me hizo acordar cuando mi abuelo me contaba un cuento de hadas antes de dormir. Comentó que la palabra hebrea y bíblica “profeta” es una mala traducción de “intelectual disidente”, mientras que los considerados ahora “falsos” profetas eran los intelectuales que estaban con el poder, los cortesanos del rey. Miró su reloj y dijo que tenía que dictar una conferencia. Me le acerqué y le avisé que yo iba a ser su intérprete en San Marcos. Él sonrío y me contestó que no hablaba rápido, quería tener un audífono para escucharme en caso de que yo no le siguiera el ritmo y él tuviera que hablar más pausado. Sacó el texto de lo que iba a hablar y advirtió qué partes iban y qué partes no. Dijo que ya tenía que irse, sonrío, “y tú también”.


Al final, tanto régimen no me sirvió de mucho, Chomsky a pesar de poseer un aire distante, tuvo un trato cortés y tolerante. La conferencia no tuvo ningún sobresalto, habló despacio y se le notaba incisivo. Sin embargo, estaba cansado, viejo sabueso de conferencias que parecen recitales de rock. Cuando terminó la conferencia, la gente se subió al estrado con la intención de tocarlo, acosarlo o simplemente curiosear. Montalbetti lo escoltó hasta la puerta de salida, había un carro prendido esperándolo para tomar el primer avión a Boston. Chomsky partió en la medianoche del miércoles 25 de octubre y yo nunca le pregunté si le gustaba el Chavo del Ocho.

[1] En: http://www.youtube.com/watch?v=1GrMwEfpYpY
[2] Mi ex desconocía el hecho de que Nim Chimpsky fue puesto en honor al lingüista Noam Chomsky.
[3] Marc Santora. “Who killed Noam Chomsky?” En: The New York Times, 22 de setiembre de 2006.
[4] En: El Nacional,Venezuela, 25 de setiembre 2006.
[5] David Horowitz. “The sick mind of Noam Chomsky”. En: http://www.frontpagemag.com/Articles/ReadArticle.asp?ID=1020

¿POR QUÉ NO LLAMA, GODOT?


Esperar una llamada por teléfono es básicamente esperar una llamada por teléfono, no hay dilema ni moral, no hay imperativo kantiano ni fashion week. Esperar una llamada es ver Seinfeld eternamente sentado en un sofá. Todos lo hemos hecho alguna vez: estar colgados ante la espera de una llamada urgente y vital —ya sea del novio, el trabajo, el amigo distante, la madre agonizando, el hijo exiliado, la amante despechada, el premio Nóbel—, esperando como condenados a muerte una llamada que atentará contra la cotidianeidad de la vida, con la horca en el cuello, sin saber en qué momento timbrará. Yo no puedo quedarme quieto, soy un vaivén que va y viene en constante movimiento, con la cabeza de viento, sin la concentración ni la pausa de poder hojear una revista o zapear la televisión. Es el solo acto de esperar la llamada, esperarla sin tener en cuenta cuándo ni dónde llamarán, solo esperarla es lo que me desespera.

Me aseguro una, dos, tres, un millón de veces que haya línea, el acto de levantar el auricular o coger el celular con la certeza compulsiva de que funciona de todos modos, pues es mejor estar seguro de que la batería está cargada para que la llamada venga, así como es más prudente asegurarse repetidas veces que el teléfono está colgado. Pero no timbra. El teléfono no timbra y la angustia de que no me llamen, la angustia de no saber por qué no me llaman. Así uno se imagina qué estará haciendo la otra persona, imaginar su rutina, sus manías y su vida en el momento en que yo espero su llamada; quizá no puede llamar porque su mascota tuvo un accidente y la está llevando al veterinario, o está indispuesta, o de repente se olvidó de llamar porque tiene cosas más trascendentales que hacer; o lo que es peor, se niega a llamar.

Esperar un correo electrónico es menos borrascoso; silencioso, rapaz, el mensaje se cuela en la bandeja de entrada como un roedor con sus patitas de colibrí. Incluso, hace un bip insulso cuando llega a hurtadillas y uno solo atina a hacer clic. Voilà el mensaje. Uno lo lee sin preámbulos ni preludios, tan solo es un mensaje de palabras abreviadas y sin el suspenso de escuchar la voz detrás. Así, la espera de un correo electrónico no posee ese vilo psicótico ni la impaciencia absurda de esperar como si fuera un ancla mental que le impide a uno abdicar.

¿Qué esperas en una llamada? Esperas una voz, no una persona de carne y hueso, sino una voz detrás de un aparato. No es una voz real, es una voz que pasa por un filtro, una voz virtual, puede que exista o no exista, pues cuántas personas han jurado que su padre muerto les hablaba en la otra línea. Así, lo que uno espera detrás de una llamada no son palabras disparadas en la pantalla con silenciador o el cartero avisado por los perros del vecino viniendo a entregar una carta con olor a jazmín. Es una voz detrás lo que uno espera, y antes de esa voz, existe un ring. Esa onomatopeya mortifica y da pavor a los espíritus más virtuosos de nuestra generación. Es el ring mecánico y diurno el que nos hace saltar del sillón, el chillido que nos tuerce deliciosamente la nuca como si fueran los colmillos de Drácula clavados en nuestra tersa piel. Cada vez que espero una llamada me siento como una Penélope cosiendo y descosiendo como pelotuda, con la demencia de esperar sentado e impávido la revelación del ring, con el corazón en la boca, angustiado y atrapado en el tiempo.

Cuando la llamada nunca ocurre, todo se torna un fiasco, haber esperado en vano sin saber que nunca llamarán. El sinsabor tortuoso, la derrota pusilánime, el latido estúpido, las ideas que se muerden la cola y el olor de lástima que despide la espera. Esperar una llamada de teléfono para que al final nunca llamen equivale a vivir la vida sin nunca vivirla. La contradicción misma de la condición humana: esperar la espera. Esperar con furia y ahínco lo que nunca sucederá, porque esperar es vivir al mínimo, el deseo mismo de vivir lo que no acontece, el conejo que nunca sale del sombrero del mago, la erección fallida y mortecina en un cuarto de hotel, la fantasía del fracaso que se esconde detrás de una llamada que nunca existió, la calavera invisible en la mano de Hamlet, la máquina del futuro averiada. Esperar una llamada es como ver un partido de fútbol sin goles, penales ni tiros al palo. Al inicio, uno espera la llamada con la pasión en la palma de la mano hasta que poco a poco esa misma pasión se esfuma hasta desvanecerse en polvo y tedio. Esa es la injuria de una llamada que nunca sucede, que esperas hasta desear tirarte por la ventana, pero cómo siempre ocurre, por la espera, el spleen y el aburrimiento, uno no tiene ni fuerzas de aventarse, tan solo menciona el comentario jalado de los pelos como si fuese un chiste colorado mal contado.

La ironía es que la vida, al fin y al cabo, como lo dijo Borges —y sino lo dijo lo hubiera dicho en algún momento— es una Gran Llamada, uno se pasa la vida esperando, esperando hasta que suene el ring fortuito y eficaz, el ring que le dará sentido a toda esa vana espera, la antesala de la tormenta, el prólogo de la ausencia; y cuando eso finalmente ocurre, cuando, en efecto, timbra el Gran Teléfono, uno contesta. Nadie responde. ¿Aló, aló? La Muerte.

EL MANIFIESTO DEL CORRECTOR


No hay nada más patético que ser corrector de hastío. Ser corrector es un milico que mata comas como cucarachas. Mete las narices en lo que no le interesa a nadies. Pule, clarifica, cambia, aclara, sustituye, poda, añade, compone, elimina, centra, suprime, copia y empasta. Si el crítico literario es el eunuco, el corrector es el limpiawater. Es aquel que no tiene dignidad en una editorial, recibe un salario de chiste y su escritorio es el más enano y lumpen de todos. Su oficio consiste en zambullir la cabeza en la pantalla chica de la computadora por manojos de horas. Su único fin: que un texto luzca legible, perfectamente entendible para un simio de lector con neuronas tan grandes como sus bolas. ¿Suena divertido? Obviamente que no. El corrector es un ser domesticado, sin emociones ni libido, con el cuerpo blando y la actitud de un robot onanista porque no le queda otra. Es el álter ego del editor. Tiene una vida sin lujos ni aprietos, no es drag queen, gitano ni marino mercante. Se pasa la vida entera entre papeles reciclados y manuales de estilo caídos en desuso. Seguramente usa anteojos a causa del desgaste de devorar palabras con los ojos. En este caso, las palabras tienen un papel utilitario de proletario, no hay nada estético ni de goce espiritual. Cuando uno es corrector las palabras no se paladean; se engullen; no se mastican, se tragan. Esa es la diferencia entre un lector de poesía y un corrector, el lector lee como si comiera sushi, el corrector lee como si comiera frejoles. Es cierto, las palabras se atosigan en la retina hasta reventar, y uno tiene que fijarse en la mínima caricia de puta que hace cada una. En busca del sentido del todo, de la frase, de la oración, del sintagma, de la expresión, de la puntuación. El corrector cada vez que busca la razón de ser en el texto, se pregunta: ¿Y yo? Es decir, ¿este es el sentido de mi vida? Ser una fe de erratas, sentado hasta tener callos en el culo, con una luz ínfima y el café tibio que ciñe las tripas. Y yo que quería..., de nuevo comienza la frustración del corrector, antes de volver a la rutina de tachar y defender el habla culta que nadies habla. Porque antes, uno pensaba que las palabras eran como flores: hermosas y etéreas, ahora son solo tuercas de una maquinaria sin dueño ni alma. Una maquinaria que perpetúa el poder de los notables y los puristas, de los cuatro gatos que dicen hablar culto. Antes creía que las palabras podían cambiar el mundo, ahora con las justas las palabras me ayudan a pagar el recibo de luz a fin de mes.


Cuántas veces he cavilado acerca de mi pequeña vida de oficina: empresa quijotesca pero vida kafkiana. Defender la norma, el canon de lo políticamente correcto, de lo bien dicho, bien hecho, de lo derecho. Qué ironía, cuando era púber e imberbe, quería ser vanguardista para renovar el lenguaje; y ahora, lo he terminado momificando, lo he puesto en formol hasta hacerlo límpido, intacto, inteligible, sin ningún rasgo de ambigüedad ni bisexualidad. Cada palabra debía ser heterosexual, fija, definida, católica y tradicional, con un sentido unívoco y una función en la oración precisa, que no esté sobrando ni pase desapercibida. Los neologismos a la cámara de gas. Nada de redundancias, de repeticiones, de tartamudeos o pinceladas de metáforas de vates trulos. Nada de anacolutos que uno se los pasaba por el..., eliminar toda la retórica de los escritores charlatanes, hacer el lenguaje tajante pero simple. Práctico y efectivo. Esa era la verdad del corrector. Una verdad sin dudar. Una verdad triste y perpleja. Una verdad para suicidas.


Para colmo, el editor tiene todo el prestigio, lo invitan a las cenas de gala, sale su nombre en la contratapa gracias a mi sudor y plusvalía, gana en un mes lo que yo hago en un año, usa perfume francés y se fornica a la relacionista pública; en cambio, yo, con las medias con hueco y el absurdo de saber que preveer se escribe con una sola e. Y cuando la impresión sale fallada, soy el chivo expiatorio; igual, si me expectoran de la editorial, hay una cola de correctores más, cual puercos rumbo al matadero. Por eso, camaradas, debemos terminar de una vez por todas con el dilema de los dos dólares la página, sabotear las ediciones facsimilares, inventar comas donde no existen, negar el holocausto de las concordancias, odas a las faltas ortográficas, olvidarse de los puntos y las tildes, amar el caos de una frase, nacionalizar los extranjerismos, odiar a las sangrías y cambiarle de sexo a los adjetivos. ¡Correctores del mundo, uníos!

CHICAS CHICAS

mujeres, flacas, chicas, chicks, germas, cueros, mamacitas freudianas:

Chica café
—¿Café?
—Bien negro.
Todas fuman (chica café que no fuma equivale a cuento de Borges, o sea, un inverosímil absoluto). Nunca pero nunca le sirvas a una chica café un café nescafé: agua con kerosene, te lo tiran por la ventana. Le tienes que servir el café café, y si trituras granos mejor, ahí sí que la conquistas, el café es su afrodisíaco. Usualmente no sonríen mucho, tienen una manía escondida (ellas siempre lo van a negar) a Anna Karina onda Godard, sumado a la espontaneidad de una wanna be de Alejandra de Sobre Héroes y Tumbas. Pelo negro (las chicas café odian lo rubiecito cojudito, por eso no aguantan mucho rato a las chicas leche, prefieren el claroscuro, la luna llena, los bares pequeños, ir al Presbitero Maestro, leer denso), algo perturbadas, sufren de insomnio, migraña o jaqueca, pueden dormir tres horas en dos días y normal; aman los gatos (detestan los perros), les seduce el cuero y Tom Cruise les parece un imbécil.

Chica té
No es que sean todas cristianas, pero tienen el mismo chip mental de un monje de la Edad Media, no es que no salgan a tomarse unas cervezas, pero las tienes que convencer. Si fuman (cosa que puede ocurrir), fuman light. Son las que piden una infusión cuando las llevas a un Café, son las que piden soya cuando las llevas a una parrillada. Además, son las perfectas amigas, te escuchan sin interrumpirte, tienen la quietud de una foca tomando sol, cuando te recriminan usan una voz solemne de curita maricón, hacen unos masajes espectaculares; y puede que no lo admitan, pero sufren de estreñimiento crónico, eso las vuelve locas, del mismo modo que la neurosis de una chica red bull. Eso es mezclar dinamita con fuego, obviamente, la dinámita son las chicas té, pues podrán ser lo más aprendices de yoga, pero cuando se pelean con una chica red bull, Chernobyl se queda chico.

Chica leche
Quizá sea debatible, pero creo que las chicas leche suelen ser tetonas, es difícil ver a una chica leche con tetitas francesas, más bien, son fellinescas (o voluptuosas). Y si por cosas del destino existe una chica leche flacucha, entonces es una tetona mental: generosa, mamá grande, jocosa, jovial. Por definición, la chica leche es feliz, por eso, las chicas café no las pueden soportar, sus risitas, sus vestidos rosados, sus peinados arcaicos, sus nicknames cursis en el msn, su obsesión de poner corazoncitos a las íes cuando escriben, su asquerosa manía de abrazar a todo el mundo, les encanta abrazar, abrazan al enamorado de la amiga, abrazan al perro (e incluso duermen con él, mmm), abrazan a papi, abrazan al cumpleañero, abrazan al primito vago, abrazan al bebé del tío de la prima del vecino, abrazan ad inifinitum. Por otro lado, cocinan delicioso. Creo que por este motivo me casaría con una chica leche. Porque tienen un don con la cocina, algo que las chicas vodka nunca sabrán hacer.

Chica vodka
¿Cómo sabes si es una chica vodka? Fácil, abre su refrigeradora. Si solo ves coca colas, hielo, pastrami y más hielo para el coctel, entonces definitivamente es una chica vodka. Eso sí, lo más atractivo de una chica vodka es su voz: su don y su maldición. Por ejemplo, comparen la voz de Janis Joplin, Billy Holiday, Liza Minelli y Courtney Love. Exacto, todas son chicas vodka, y todas tienen una voz de gatos resfriados, una voz entre aguardiente y mala noche que te patea el alma y, al mismo tiempo, te parece irresistible. Es más, creo que las sirenas que encantaban a Ulises en la Odisea eran chicas vodka, ¿qué será? El problema es que esa atracción siempre ocurre de noche, porque de día, se rompe el hechizo, con el sol en lo alto achicharrando y los niños en uniforme yendo al colegio, las chicas vodka ya no parecen las glam rock stars, con sus aires de divas incomprendidas, sino más bien parecen cenicientas con resaca yendo al supermercado a comprar jugo de naranja.

Chica red bull
En el siglo pasado, había histéricas (casi siempre chicas té conflictuadas porque fingían ser chicas leche), ahora hay estresadas. Por eso, nos parece pertinente hacer the last but not least acepción de todas. Signo de la posmodernidad, a las chicas red bull les encanta el vértigo y los orgamos múltiples, por eso, el yoga y el yogurt descremado les parecen una aberración al orden natural de las cosas. Nunca se cansan, porque si lo hacen se pepean. Al celular lo ponen en vibrador (eso pregúntenle a su psicoanalista), y si tienen un carro, es casi siempre un 4x4. No es que sea fácil estereotiparlas, sino que es difícil ubicarlas. Nunca están quietas, de un lado para otro, haciendo mil cosas a la vez; ya que mientras más estrés tienen, menos chance de convertirse en chicas leche. Y para sanarse del estrés, se van al rave (¡!).

Tuesday, December 26, 2006

CARTA A LOS ZURDOS


Las paradojas de nacer zurdo y vivir en un mundo de diestros, hecho para diestros y creado por diestros, donde todo lo ab zurdo no tiene razón de ser, es una de las condiciones más confusas del ser humano. Una clara evidencia son los exámenes psicológicos, para conseguir trabajo, donde se mide y se define la personalidad del candidato por medio de preguntas de opción múltiple, ejercicios psicotécnicos y un dibujo racional donde el candidato dibuja una persona bajo la lluvia. Esta es una típica prueba para insertarse sistemáticamente en el mundo de los diestros. Yo me pregunto cómo Miró o Picasso hubieran trazado ese dibujo, ¿acaso le hubieran puesto un piso, paraguas e, incluso, hubieran dibujado todas las extremidades y rasgos del personaje en cuestión? De esta manera, esos exámenes deben reflejar que el candidato que opta por el trabajo sea estable, serio, con los pies bien puestos sobre la tierra, sereno, calmado y lúcido. Totalmente opuesto a lo que el mundo de los diestros espera de sus artistas, es decir, que sean irreverentes, inestables, vehementes, ilusos y perturbados. Ironías del destino de los diestros, donde esperan que sus lacayos sean ultra diestros, con características diestras y una perspectiva diestra; en tanto que sus artistas –que ellos celosamente veneran- son lo más zurdo posible, ya que las biografías, los mitos y las obras de arte de los artistas más zurdos son los que aturden, escandalizan y dejan boquiabiertos a este mundo de diestros. Eso me sucedió a mí con cada trabajo de diestro que he postulado, donde siempre el talón de Aquiles era el examen psicológico: mis borrones, mi caligrafía psicótica, mis bromas fuera de lugar, las opciones contradictorias que escogía al marcar el cuestionario, mis trazos caóticos; todas esas zurderas eran el impasse, la cruz, la maldición del hemisferio derecho lo que evitaba que yo consiguiera un trabajo digno de un diestro: estar en planilla con 8 horas civilizadas en la oficina. Quizá varios retractores aseveren que todo esto sea un pretexto de computarme incomprendido, eso es falso. Yo más que nadie he deseado siempre ser parte de los diestros, infiltrarme en la república de diestros y reprimir la zurdera, tener la estabilidad laboral y la seguridad de recibir un pavo en Navidad y seguro médico para los vástagos que todavía no tengo. Sin embargo, siempre metía la pata por zurdo. Trataba a toda costa de fingir que era diestro en cada entrevista de trabajo, me vestía como uno, personificaba sus ademanes y me peinaba dialécticamente como diestro: raya al medio; pero nada, mi zurdera permanecía latente y afloraba bajo mi piel en los momentos más inoportunos; me salía mi tufillo de zurdo, transpiraba y contemplaba como zurdo a las personas y las cosas.




Sé que es simplista dividir el mundo entre diestros y zurdos, como decir que solo hay buenos y malos en las películas; por eso, debo admitir que hay matices, zonas grises y ambigüedades donde la destreza del diestro se cruza con la genial torpeza del zurdo. Tampoco tiene que ver con ideologías ni aptitudes motrices, sino con un aspecto del espíritu; es decir, cuán apto y hábil uno es para adaptarse al mundo de los diestros, cuán fácil es pasar un examen psicológico –sin que las patologías que unos más que otros poseemos- salgan a flote. Eso es a lo que me refiero, la facilidad innata de los diestros, su razón imaginada, su locura contenida, el lobby eficaz, el éxito inmediato y la premura para resolver problemas con coeficiente de diestro. Es en este aspecto que los zurdos somos incapaces de ser predecibles y tener la certeza solemne de un diestro. Somos impotentes ante tanta coherencia, siempre buscamos tres pies al gato; somos inútiles al momento de pasar desapercibidos y estar a favor de la corriente; es en ese trágico instante, donde la zurdera nos pone en jaque y, cual bomba molotov, hace añicos todo triunfo esperable, todo éxito anhelado en este mundo de diestros.




Entonces, ¿qué mundo nos queda como zurdos?
Como terapia ante la vida, solo hay que seguir remando, con un pie afuera, apretando los dientes y dándonos cabezazos contra esa fe nítida y suicida de creer en lo que uno es y hace, en seguir luchando a pesar de todo, fiel a la zurdera; pues ser zurdo es un oficio duro y minucioso. No reprimamos la zurdera, dinamitémosla a pesar de recibir injurias, ceños fruncidos, puertas que se cierran, silencios incómodos, rechazo e indiferencia por nuestras ideas descabelladas, por cada risa demoniaca y acto locuaz que realizamos –sin querer queriendo- contra la seriedad bien institucionalizada de los diestros. No es una queja contra el mundo ni una oda a la revolución; es una resistencia de la zurdera, pero sobre todo, un guapeo, un halo de aliento a todos aquellos zurdos que se sienten fracasados y mediocres, inconformes y escépticos por cómo está hecho y derecho el mundo.




En efecto, esta carta está dirigida a todos aquellos zurdos que yacen en la sombra magullados y con el perfil bajo, incapaces de levantarse nuevamente y continuar remando de manera genuina contra la corriente. Así, que los abucheos y las carcajadas que padecemos a diario se conviertan en nuestro impulso de continuar a la deriva y no dejarnos amaestrar por la doctrina de: “Eres zurdo, qué pena”. De ahora en adelante, debemos gritar con orgullo: “¡Sí, soy zurdo y me equivoco!”, meto la pata de forma apoteósica como Picasso lo hizo al pintar Las Putas de Avignon como le vino en gana. Es esa libertad a equivocarse, esa receta del error que debemos rescatar de los zurdos, esa pasión por no hacer las cosas “bien”, por desestabilizar el perfecto mundo de los diestros; ya que, gracias a esos errores garrafales perpetrados por los zurdos, es que el mundo de los diestros progresa y evoluciona. Así, pues zurdo, la próxima vez que los diestros digan a tus espaldas que te equivocaste, no desesperes, que acabarás al final sonriendo aunque sea en la penumbra o en la tumba.