crónicas y artículos escritos por un zurdo para un mundo de diestros

Thursday, January 04, 2007

LA DOBLE MORAL DE LOS AMBIDEXTROS

Nunca me he fiado de los ambidiestros, el mismo significado de “ambidextro” denota suspicacias: “doblemente diestro”, persona que redunda de habilidad, destreza, probidad y rectitud. Lo cual es paradójico, pues los ambidiestros no poseen dos diestras iguales y semejantes, sino una diestra y la zurda: dos modos de razonar, abstraer y orientarse opuestos y diferentes. Ese es el don de los ambidiestros, su justo medio aristotélico, un paso para llegar a ser el superhombre nietzcheano, el hombre matinal de Mariátegui, el nuevo hombre del Che Guevara, el sex symbol de Vanidades y el metrosensual de los comerciales de desodorantes. Todos son solo desviaciones de un mismo fenómeno: la búsqueda del ambidiestro perfecto.

Los ambidiestros poseen la certeza diestra de saber cómo funcionan las cosas del mundo; mientras que no le tiemblan las piernas cuando tienen que lidiar con el beat incierto y la actitud de caballo desbocado usual de la especie absurda. Son cancheros, manejan los dos hemisferios, tanto analíticos como sintéticos, lineales como simultáneos, saben comportarse y medir sus palabras del mismo modo que pueden ser despabilados y comedidamente desmesurados. Por eso son de temer en el fútbol, la política y en las artes amatorias, son bravos de manipular y fácilmente manipulan, conocen la quimba y el quilombo de los zurdos como el orden táctico mental de los diestros.

Sin embargo, una pregunta surge en mi mente: ¿Cuál es la diferencia entre los ambidiestros con los zurdos adiestrados? La diferencia radica en que los últimos padecen del adoctrinamiento diestro, sufren y patalean porque les cuesta pasarse a las filas de la absoluta mayoría, ellos —como todos los zurdos que maman teta de zurda— solo utilizan la derecha para rascarse la espalda. Son todos aquellos zurdos que nunca pudieron condicionarse a la maquinaria diestra, son los acusados de padecer dislexia, timidez, ser un poco lentos al momento de amarrarse los zapatos, caóticos, incapaces de agarrar bien el lapicero, tartamudez precoz. Como es obvio, a mí me han considerado del segundo grupo, y eso fue justamente lo que me pasó cuando aprendí a escribir en mandarín.

Querido lector, cuando te veas en la necesidad de aprender mandarín, recuerda que para que los caligramas estén “bien escritos y por tanto sean legibles” uno debe seguir el orden Feng Shui de los trazos chinos “izquielda delecha, aliba abajo, fuela dentlo”. Desde el primer momento en que intenté hacer los trazos, mis caligramas eran gordos y perezosos. No respetaba las instrucciones ni podía evitar que mi caligrama zurdo se desborde en el cuadradito del papel cuadriculado de ejercicios. Más tarde me enteré, gracias a la sabiduría de la profesora de chino, de que los trazos están prescritos con una secuencia diestra, por tanto, uno requiere trazarlas con la mano derecha para que el caligrama adquiera mayor armonía y mejor composición, pues cada línea tiene, un tamaño preciso, una textura determinada, una sinuosidad particular; una variación de la longitud o la anchura puede provocar los peores malentendidos posibles. Entonces escribir con la zurda caligramas chinos es básicamente como jugar bumerán con la izquierda.


Así, mi profesora Wei no entendía cómo yo podía llamar trazos a esos garabatos abominables que parecían más un patético juego de michi. “No complende”, me espetaba, y se cerraba en su cosmovisión comunista perfeccionista. “¡Pláctical delecha no zulda!”. En desmedro de su tierna tiranía, le pregunté qué hacía el Partido de la República Popular China con los zurdos. Ella respondió tajante: “China, no zuldo”. ¿Cómo así? “Aplende”. No dijo más, se levantó de la mesa y fue a comprarse una cocacola. Su vestido, último grito de la moda en Milano, me rozó en la cara como un pedo silencioso. Mi linda profesora de chino, Wei, con el porte de gimnasta de olimpíadas y su laciado japonés. Era linda. Debo reconocer que cuando aprendí chino no era un niño con mocos en el mandil, sino todo un “joven” mayor de edad con capacidad para procrear.

Aprender mandarín chino siempre fue la deuda personal que tenía con mis abuelos cantoneses rebeldes y trashumantes —a pesar de que ellos nunca hablaron esa lengua, pues el mandarín fue la lengua administrativa que se impulsó con Mao—. No obstante, existía un dilema y ese era tener que enfrentarme con el aparato ideológico comunista. “Soy zurdo” le dije. Wei me sonrío como seguro le sonreía a los taiwaneses. Luego replicó: “Mao zuldo ela. Mao volvel delecho”. Esa verdad me cayó como la bomba de Hiroshima. Según lo que me contó Wei, el líder de la Revolución Cultural era ambidiestro. Había nacido zurdo pero terminó usando la derecha a diestra y siniestra hasta manejarla a la perfección, escribía con ella sus edictos, su librito rojo fetichista, las purgas, las órdenes de ejecución y sus mandatos sobrenaturales; no obstante, —y esto fue lo que yo razoné más tarde— Mao nunca perdió su zurdera innata, seguía pensando con la mente tortuosa e “imperfecta” de un zurdo asimilado que se comportaba como el más tirano de los diestros. En efecto, era ambidextro.

La historia ya es conocida: asesinó, mató, usurpó, mutiló, deportó, sometió a los disidentes, atropelló a los seguidores de Confucio, instaló el terrorismo de Estado, puso de patas arriba a la China entera; pero llegó a instaurar proyectos tan absurda y épicamente zurdos como el Gran Salto Adelante —irónicamente matando y reprimiendo a todos los pensantes e intelectuales chinos más progresistas del momento—, sumado a la necedad con que lo hizo, típico de un zurdo necio que tiene varios asuntos pendientes para ser tratados en terapia. Creo que si Mao hubiera tenido psicoanalista, la China no sufriría tanta esquizofrenia de ambidiestro: libertad económica diestra pero férrea política zurda.