crónicas y artículos escritos por un zurdo para un mundo de diestros

Wednesday, December 27, 2006

PAN CON BAMBI

Se llamaba Diego en honor a los murales revolucionarios pintados por el glotón Diego de Rivera y por la zurda mano de Dios de Maradona. Para no perjudicar a él ni a su familia no pondré su apellido ni su lugar de domicilio. A partir de ahora se le conocerá como el Cholo Bravo. Les advierto que no se dejen engañar por ese apodo tan rústico y bravucón, pues nuestro personaje es de un espíritu sensible, alejado de las boberías de la televisión y los chismes de peluquería. Él tiene el estigma de ser un eslavo peruano. Sus abuelos migraron en barco con pasaporte falso desde las lejanas tierras de Kafka y de la ciudad del mundo que consume mayor cerveza per cápita. Surcaron el gran charco para escapar de las inclemencias de las estepas centroeuropeas y de las botas del estalinismo totalitario para arribar, ya más de medio siglo atrás, a estas tierras con nombre de fruta tropical que indigesta y da diarrea: Perú. Así, el Cholo Bravo nació escuchando a su abuela exaltarse y gemir en checo cada vez que veía a hombres con bigote, pues esos vellos infames ubicados debajo de la nariz pero arriba de los labios, le hacían recordar a los secuaces que habían invadido, bombardeado y masacrado su tierra natal sucesivas veces: Hitler y Stalin. Sumado a la paranoia de la abuela, también el Cholo Bravo tuvo que lidiar en su infancia con la música clásica escuchada a todo volumen. Como se sabe, Chopin es para los checos como la cumbia es para los peruanos y el vallenato para los colombianos, una pasión al oído, una plegaria para el alma, un manjar auditivo. Cada vez que nuestro personaje se despertaba, su casa era invadida desde el alba con el estrépito de las teclas que los dedos afeminados de Chopin rozaban con fruición.


Por otra parte, su madre como una tradición de exiliados, una forma inefable de mostrar su ostracismo y su inquietud ante el divagar esquivo de su primogénito, le leía cada noche, cuando Cholo Bravo era apenas un niño rubio huidizo que mojaba la cama, La Metamorfosis hasta que él mismo, como suele suceder con los niños tímidos pero virtuosos, lo supiera de memoria y terminara sabiendo al dedillo la historia del desafortunado Gregorio Samsa.

De esta manera, el Cholo Bravo terminó acostumbrándose a esas triviales extravagancias que rodeaban su universo familiar: el pianista tuberculoso, los bigotes totalitarios, la abuela kafkiana y el cuento de hadas donde un príncipe azul se convierte en cucaracha. Eso no importó a que tuviera una infancia relativamente feliz, con cumpleaños celebrados en el Rancho o en la Granja Azul, viajes esporádicos al reino del ratón antisemita Mickey Mouse y una privilegiada educación apostólica romana digna de judíos conversos.

Pese a eso, el Cholo Bravo no fue normal acorde con el mundo de los diestros, siempre se sintió aislado de la vida mundana y los placeres mediocres de los conformistas mortales, como si su mente estuviera siempre en medio de una tempestad y sus pies —torpes y zurdos— fueran hechos de acero y de caramelos a la vez. Hablaba poco y comía poco, se pasó el colegio leyendo libros que nadie había sacado por ser herejes e iconoclastas, despotricando contra el dedo meñique y el-qué-dirán del mundo diestro. No le importó que no supiera jugar fútbol, a pesar de llamarse como el caudillo de los argentinos, no le interesó que fuera retraído frente a las procacidades de los diestros, que con lisuras y ademanes de animales de carga —tan típico de ellos— gobernaban las aulas. Él era zurdo y lo aceptó como una bendición más que una maldición; no importaba, él seguiría fiel a la estirpe de los zurdos: la impertinencia, la dispersión y la disidencia. Por eso, como una pequeña huelga solitaria, no fue al viaje de promoción como tampoco a la glamorosa fiesta de graduación, donde cientos de diestros —y también zurdos adiestrados—, sonrojados y encopetados, cargaban sus orquídeas con la mano temblorosa y las abrochaban en el escote naciente pero perturbador de las nenas hechas hembras. Mientras sus compañeros de aula hacían ese rito de iniciación necesario para aparearse con sus parejas, el Cholo Bravo se la pasaba frente a la pantalla viendo dosis del humor más espantapájaros del planeta: Monty Python. Este es solo un ejemplo de cómo tuvo una densidad poco pertinente para este páramo sudamericano donde nunca llueve en serio, habitado por espíritus displicentes, poco aficionados a los pasatiempos propios de Kafka: convertirse en cucaracha, flagelarse y habitar en castillos viendo sitcoms.

Por este motivo, nuestro entrañable personaje cuando se hizo mayor de edad, decidió que debía esfumarse. Para eso, debía idear una estrategia perfecta, hacer un plan sin fisuras que pudiera llegar a buen puerto. Estudió la manera de desaparecer cual Houdini, sin dejar huella y se dio cuenta de que la manera más verosímil de hacerlo sería en la cacería familiar, costumbre impuesta por el patriarca checo que cazaba en su juventud en las regiones más distantes de Bohemia.

Cuando llegó el día de la cacería, su padre le dio el rifle para que matara su primer venado. Signo de madurez, como los chamanes de ciertas tribus africanas deciden que un niño deja de ser niño y se convierte en hombre cuando matan un león, también su padre —zurdo de nacimiento pero obligado a ser diestro por las monjas que le amarraban la mano izquierda detrás de la espalda— decidió que era el momento de que su hijo matara a la bestia.

A pesar de que la culata del rifle le incomodó el hombro y el sudor obstaculizó el visor, el Cholo Bravo disparó. Disparó con una salvaje alegría, apretó el gatillo con su dedo índice zurdo, se escuchó el bramar de las pezuñas en el piso en el momento en que su lengua sabía a pólvora. Todo esto ocurría mientras nuestro personaje reflexionaba si el zurdo de Kafka era vegetariano o amaba comer su choripan de venado.
Ese día festivo para su padre, fue la última vez que se vio al Cholo Bravo.

1 Comments:

Blogger Amazilia Alba said...

Cuando vuelves a escribir?

7:03 PM

 

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