crónicas y artículos escritos por un zurdo para un mundo de diestros

Wednesday, December 27, 2006

¿POR QUÉ NO LLAMA, GODOT?


Esperar una llamada por teléfono es básicamente esperar una llamada por teléfono, no hay dilema ni moral, no hay imperativo kantiano ni fashion week. Esperar una llamada es ver Seinfeld eternamente sentado en un sofá. Todos lo hemos hecho alguna vez: estar colgados ante la espera de una llamada urgente y vital —ya sea del novio, el trabajo, el amigo distante, la madre agonizando, el hijo exiliado, la amante despechada, el premio Nóbel—, esperando como condenados a muerte una llamada que atentará contra la cotidianeidad de la vida, con la horca en el cuello, sin saber en qué momento timbrará. Yo no puedo quedarme quieto, soy un vaivén que va y viene en constante movimiento, con la cabeza de viento, sin la concentración ni la pausa de poder hojear una revista o zapear la televisión. Es el solo acto de esperar la llamada, esperarla sin tener en cuenta cuándo ni dónde llamarán, solo esperarla es lo que me desespera.

Me aseguro una, dos, tres, un millón de veces que haya línea, el acto de levantar el auricular o coger el celular con la certeza compulsiva de que funciona de todos modos, pues es mejor estar seguro de que la batería está cargada para que la llamada venga, así como es más prudente asegurarse repetidas veces que el teléfono está colgado. Pero no timbra. El teléfono no timbra y la angustia de que no me llamen, la angustia de no saber por qué no me llaman. Así uno se imagina qué estará haciendo la otra persona, imaginar su rutina, sus manías y su vida en el momento en que yo espero su llamada; quizá no puede llamar porque su mascota tuvo un accidente y la está llevando al veterinario, o está indispuesta, o de repente se olvidó de llamar porque tiene cosas más trascendentales que hacer; o lo que es peor, se niega a llamar.

Esperar un correo electrónico es menos borrascoso; silencioso, rapaz, el mensaje se cuela en la bandeja de entrada como un roedor con sus patitas de colibrí. Incluso, hace un bip insulso cuando llega a hurtadillas y uno solo atina a hacer clic. Voilà el mensaje. Uno lo lee sin preámbulos ni preludios, tan solo es un mensaje de palabras abreviadas y sin el suspenso de escuchar la voz detrás. Así, la espera de un correo electrónico no posee ese vilo psicótico ni la impaciencia absurda de esperar como si fuera un ancla mental que le impide a uno abdicar.

¿Qué esperas en una llamada? Esperas una voz, no una persona de carne y hueso, sino una voz detrás de un aparato. No es una voz real, es una voz que pasa por un filtro, una voz virtual, puede que exista o no exista, pues cuántas personas han jurado que su padre muerto les hablaba en la otra línea. Así, lo que uno espera detrás de una llamada no son palabras disparadas en la pantalla con silenciador o el cartero avisado por los perros del vecino viniendo a entregar una carta con olor a jazmín. Es una voz detrás lo que uno espera, y antes de esa voz, existe un ring. Esa onomatopeya mortifica y da pavor a los espíritus más virtuosos de nuestra generación. Es el ring mecánico y diurno el que nos hace saltar del sillón, el chillido que nos tuerce deliciosamente la nuca como si fueran los colmillos de Drácula clavados en nuestra tersa piel. Cada vez que espero una llamada me siento como una Penélope cosiendo y descosiendo como pelotuda, con la demencia de esperar sentado e impávido la revelación del ring, con el corazón en la boca, angustiado y atrapado en el tiempo.

Cuando la llamada nunca ocurre, todo se torna un fiasco, haber esperado en vano sin saber que nunca llamarán. El sinsabor tortuoso, la derrota pusilánime, el latido estúpido, las ideas que se muerden la cola y el olor de lástima que despide la espera. Esperar una llamada de teléfono para que al final nunca llamen equivale a vivir la vida sin nunca vivirla. La contradicción misma de la condición humana: esperar la espera. Esperar con furia y ahínco lo que nunca sucederá, porque esperar es vivir al mínimo, el deseo mismo de vivir lo que no acontece, el conejo que nunca sale del sombrero del mago, la erección fallida y mortecina en un cuarto de hotel, la fantasía del fracaso que se esconde detrás de una llamada que nunca existió, la calavera invisible en la mano de Hamlet, la máquina del futuro averiada. Esperar una llamada es como ver un partido de fútbol sin goles, penales ni tiros al palo. Al inicio, uno espera la llamada con la pasión en la palma de la mano hasta que poco a poco esa misma pasión se esfuma hasta desvanecerse en polvo y tedio. Esa es la injuria de una llamada que nunca sucede, que esperas hasta desear tirarte por la ventana, pero cómo siempre ocurre, por la espera, el spleen y el aburrimiento, uno no tiene ni fuerzas de aventarse, tan solo menciona el comentario jalado de los pelos como si fuese un chiste colorado mal contado.

La ironía es que la vida, al fin y al cabo, como lo dijo Borges —y sino lo dijo lo hubiera dicho en algún momento— es una Gran Llamada, uno se pasa la vida esperando, esperando hasta que suene el ring fortuito y eficaz, el ring que le dará sentido a toda esa vana espera, la antesala de la tormenta, el prólogo de la ausencia; y cuando eso finalmente ocurre, cuando, en efecto, timbra el Gran Teléfono, uno contesta. Nadie responde. ¿Aló, aló? La Muerte.

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